Ya no guardas las huellas de mis pasos,
ya no eres mío, idolatrado Ancón.
Que ya el destino desató los lazos
que en tu falda formó mi corazón.
Cual centinela solitario y triste
un árbol en tu cima conocí:
allí grabé mi nombre, ¿qué lo hiciste?,
¿por qué no eres el mismo para mí?
¿Qué has hecho de tu espléndida belleza,
de tu hermosura agreste que admiré?
¿Del manto que con recia gentileza
en tus faldas de libre contemplé?
¿Qué se hizo tu chorrillo? ¿Su corriente
al pisarla un extraño se secó?
Su cristalina, bienhechora fuente
en el abismo del no ser se hundió.
¿Qué has hecho de tus árboles y flores,
mudo atalaya del tranquilo mar?...
¡Mis suspiros, mis ansias, mis dolores,
te llevarán las brisas al pasar!
Tras tu cima ocultábase el lucero
que mi frente de niña iluminó:
la lira que he pulsado, tú el primero
a mis vírgenes manos la entregó.
Tus pájaros me dieron sus canciones,
con sus notas dulcísimas canté,
y mis sueños de amor, mis ilusiones,
a tu brisa y tus árboles confié.
Más tarde, con mi lira enlutecida,
en mis pesares siempre te llamé;
buscaba en ti la fuente bendecida
que en mis años primeros encontré.
¡Cuántos años de incógnitos pesares,
mi espíritu buscaba más allá
a mi hermosa sultana de dos mares,
la reina de dos mundos, Panamá!
Soñaba yo con mi regreso un día,
de rodillas mi tierra saludar:
contarle mi nostalgia, mi agonía,
y a su sombra tranquila descansar.
Sé que no eres el mismo; quiero verte
y de lejos tu cima contemplar;
me queda el corazón para quererte,
ya que no puedo junto a ti llorar.
Centinela avanzado, por tu duelo
lleva mi lira un lazo de crespón;
tu ángel custodio remontose al cielo...
¡ya no eres mío, idolatrado Ancón!